martes, 2 de febrero de 2010

LOS MILAGROS DE LONGINA



FRAGMENTO DE UNO DE LOS ESCRITOS DEL DR. SALVADOR NAVARRETE GÓMEZ
LOS MILAGROS DE LONGINA

Por: Dr. Salvador Navarrete Gómez.

Ranchera, analfabeta que soportaba como su nombre, el apodo de Longina, durante casi 96 años que vivió como inquilina de este mundo. Su verdadero nombre fue Reynalda, que ni sus hijos pronunciaron alguna vez, porque siempre le decían mamá.
Ella comentaba siempre “que vivía de milagros”, igual que sus hijos; pero que con la Divina Providencia sólo le vivían cuatro de ocho que tuvo en total, pues todos sus partos fueron de sufrimientos para ella y para los que no se murieron. Al que ocupó el cuarto lugar en nacer, tal vez porque le gustaba el béisbol, Claudio Novoa -esposo de Longina- le puso el "cuarto bat" pero su verdadero nombre fue Silvestre.
Longina, de facha regordeta, haciendo honor a su apodo, era morena, casi mulata, de ojos negros, nariz toscota, y pelo grifo; rasgos que revelaban más sangre en sus venas, del continente negro, revuelta con la culta sangre olmeca. En cambio, su marido, era blanco, reseco, ojos claros, nariz regular, lacio como un jabalí, pero ni gota de sangre negra en sus venas.
Siempre vivieron en los Llanos Sotaventinos, esa alfombra verde, que el egoísmo de los ríos no la deja que bese la paradisíaca Floresta Tuxtleca, donde el viajero de antes, como el turista de hoy, gozaba de el canto melodioso de las aves canoras, del rico perfume de las flores silvestres y del jugueteo de la ardilla en la copa de los árboles, como si estuviera señalando la grandeza de la selva.
A 72 kilómetros al oeste de este esplendoroso paisaje, sublimado a la orilla de sus lagos y en las faldas de su apacible volcán, se encontraba el modesto hogar de Longina y Claudio en plena Llanura de Sotavento. Ahí, como todos los héroes de la miseria y el trabajo, tenía su casa con techo de palma, cercada de tablas, que albergaba la cocina con el primitivo y rústico fogón; el comedor con una tosca mesa de madera y cuatro taburetes. En el mismo comedor estaba la sala con dos butaques de cuero de venado, como ajuar; a un lado, de la solera, colgaba la cuna de todos sus hijos consistente en una caja de jabón, que a pesar de su burda contextura les proporcionaba un arrullo placentero. La recámara la componían dos catres de yute con sus respectivos pabellones para protegerse de los zancudos. Debajo de cada catre, una bacinica. En uno de los horcones, colgaba de un clavo, "la carabina cuata" del 16. Paralela a la "mansión" descrita, estaba la garita, con la mitad en la "campana", y en la otra mitad tenia Claudio un tendajón en el que vendía más aguardiente limpio que cualquier otra mercancía.
En el patio tenía unas 30 gallinas, cuando no les llegaba el "accidente". También carne de venado cuando Claudio cazaba alguno con su "cuata"; Longina lo tasajeaba y lo ponía al humo del fogón para darle más sabor y aguante. Debajo del refrescante palo de tamarindo, el "gateado" caballo de Claudio, esperando la silla y espantándose las moscas con su exuberante cola; en la, esquina del patio, a la traba, su gallo de pelea con su canto gallardo y bravío, que se había escapado de la enfermedad milagrosamente, según comentaba Longina. Y echado, al pie de la puerta, su perro venadero al que Claudio lo había bautizado con el nombre de su “Caruso”. Por que había oído cantar, sin micrófono,
en la plaza de toros de Orizaba a este famoso cantante, y su “Caruso de cuatro patas”, tenía un ladrido como si fuera un tenor de la Capilla Sixtina de Roma. El diligente esposo de Longina, había tenido la suerte de ir custodiando una partida de ganado nopalapeño, destinado al rastro de Orizaba, donde milagrosamente, como decía su mujer, oyó cantar "O sole mío" al gran Erico Caruso.
Corría noviembre de 1992, cuando Longina tuvo su cuarto hijo, después de que “Tía Narcisa” -PARTERA ESTRELLA DE LOS LLANOS-, montada sobre el pecho de ella, a empujones, hizo brotar a la criatura. Casi no lloró, “Tía Chicha” -dijo Longina-.No te apures, contestó la vieja partera mientras cortaba el cordón del ombligo con lo que encontró a la mano. "Va a ser como esos hombres que lloran pádentro pá que no le vean las lágrimas", terminó su perorata la vieja Comadrona con el cuchillo cebollero en la mano.
Claudio, el único que sabía leer en el rancho, vio el final de esta escena, cuando "Tía Chicha", dándole una chupada profunda al "chicote" le ponía aceite de palo y tela de araña en el ombligo a su "cuarto bat", y gritaba: ¡Cuando se le pudra, va a llorar para
morirse!. -Ten fe, Claudio -dijo Longina- ¡Hay milagros!
Era domingo. A los siete días de nacido su hijo, Claudio estaba en el juego de pelota. Jugaban los del Rancho "El Remolino" y los de casa, o sea "El Hato Claro" donde habían nacido todos sus hijos. No se acostumbraban a decirle a ese deporte, béisbol que hacia poco tiempo habían aprendido de los herederos de los hacendados que estudiaban en los Estados Unidos, donde solo aprendieron eso y el inglés.
Los jóvenes rancheros y mozos de los hacendados hacían sus pelotas de la savia del palo de hule, que ostentaban cicatrices en su corteza como testimonio de impulsores de ese deporte, que aun sigue siendo el rey. Los bates, las mas de las veces, bien moldeados, los hacían de las ramas gruesas del guayabo; los guantes, eran de una especie de bolsa de lona acojinada. El cacher era el que más sufría pelotazos a pesar de estar retirado un poco del jom, pues en ese béisbol primitivo todavía no había caretas ni petos para protegerse. En recompensa a su valor en esa posición (no cualquiera quería ser cacher) era el primer bat.
En lo más emocionante del partido, Elvia la hija mayor de Claudio llegó para decirle que su hermanito recién nacido lloraba mucho, y, que decía su mamá, que fuera pronto.

Salió corriendo para su casa, que estaba como a 300 metros del juego de pelota; al llegar ante Longina, que tenía entre sus brazos aquel que no había llorado al nacer, pero ahora llorando inconsolablemente, le dijo: -ya ves ... te dije que iba a llorar para morirse ... - Longina, más atormentada que triste, quitó el braguero al niño para que viera Claudio el ombligo macerado y fétido. El juego de pelota era matutino, por lo tanto, el tren (El Ramal) de "El Burro" a San Andrés Tuxtla todavía no pasaba por la Estación de "La
Cañada". Entonces, Claudio ensilló rápidamente su caballo “gateado” y montó a Longina con el niño embolsado en su rebozo, y sin más zapatos que el aire fresco que acariciaba la piel morena de sus pies. Fue una legua de angustia para llegar a donde paraba el tren, trayecto que en los llantos del neonato interrumpía el canto de todas las aves, que tal vez con su silencio, despedían a Silvestre de este mundo. Longina si traía lágrimas en
sus ojos y Claudio le decía: "Tú siempre tienes fe en los milagros, por eso te voy a encaramar en el tren para que busques un Médico en San Andrés, y si se salva este llorón, le vamos a cambiar el nombre por Salvador, para ver si él salva a otros cuando sea
grande".
Cuando pitaba el tren anunciando su llegada, le dio dos pesos de plata y un tostón, que ahora sólo tienen los coleccionistas. -Si no te alcanza, pide limosna que en ese lugar hay mucha gente buena y caritativa, le dijo Claudio-.
Asombrada Longina se subió despidiéndose de Claudio.
Nunca había visto un medio de comunicación -moderno en aquella época.-, que como decía ella, parecía un "gusano prieto echando humo por todos los agujeros de su trompa". Pero cuando echó a andar, se tranquilizó por que el niño dejó de llorar, e ingenuamente pensó que el ruido de la máquina y el rechinido de los rieles habían calmado el dolor del hijo que tanto quería, y para quererlo más si se salvaba.
En el trayecto hizo amistad con una tehuana, que le llamó la atención por su vestido típico y raro para ella; pero para desgracia la teca era también analfabeta.

Los silbatazos del tren, a su llegada a San Andrés despertaron, ya con calentura, al que aún todavía no tenía lágrimas por ser muy niño. Consolándolo en la cuna de sus brazos, bajó el andén con su compañera fortuita, para guiarse por el rumbo que seguían
los demás pasajeros con destino al centro de la ciudad.
Con el auxilio de transeúntes citadinos, a pesar de ser domingo, dieron con el consultorio de un Médico, que les tuvieron que señalar con el dedo porque no sabían leer. Tocó la puerta Longina y vino a abrirle la esposa del Galeno, que al ver la angustia de la madre y el llanto inconsolable del niño, dándoles la espalda, gritó: - ¡Fandila!, aquí te buscan con urgencia-; y pasó con rapidez a la sala de espera a esa madre con su hijo en brazos y el sufrimiento que le atormentaba cuerpo y alma. La compañera se quedó afuera con su canasta llena de camarón seco y totopochtes. Inmediatamente la llamó el Dr. Fandila Peña, sentándola en un taburete frente a él y de por medio su rústico escritorio quien por el interrogatorio indirecto y la exploración, diagnosticó fácilmente una infección aguda del ombligo. Enseguida le lavó el ombligo al niño con agua oxigenada y le puso unos toques de yodo; le dio unos papelitos que contenían un polvo, que debió de haber sido el ácido acetilsalicílico que hoy utilizan los Cardiólogos para proteger el Corazón y las instituciones de Salud Pública, como Analgésico y Antitérmico.
Fandila Peña le dio dos dedos de yodo en un frasquito con un tapón de corcho, para que curara todos los días el ombligo de su hijo, dándole un papelito disuelto en una cucharada de agua mientras tuviera calentura. "ahora, le dijo: me vas a pagar cuatro pesos porque tu hijo está muy grave, pero si se salva, me tienes que dar cinco más para cubrir el importe total". Sólo tengo dos cincuenta -replicó Longina- poniendo las monedas sobre el
escritorio, diciéndole al Doctor que no había tenido tiempo su esposo para vender, unas gallinas, y era lo único que tenían; con arrebato tomó las monedas el Doctor y le dijo: " ¡Lárgate! , y regresa pronto a pagar lo que me debes. No me des por muerto a tu hijo.
Por las gesticulaciones del Médico y por sus palabras inadecuadas y fuertes, revelaba su baja calidad moral y lo inhumano que era.
Longina salió con lágrimas en los ojos, para decirle a la tehuana que la esperaba en la estación para pasar ahí la noche.
"La paisana", que respondía al nombre de Lucía, le contestó: "allá te alcanzo tan pronto como venda algo de lo poco que traigo". Y salió con su canasta en la cabeza con rumbo indefinido; caminó bastante para vender unos cuantos totopochtes, pues los camarones nadie los quiso porque tenían un olor desagradable. Entonces optó por alcanzar a su amiga en la sala de espera de la Estación del Ferrocarril, casi a las ocho de la noche.
Longina ya tenía a su niño envuelto en el rebozo, acostado en una de las bancas peculiares de todas las salas de espera ferroviarias. Las demás estaban ocupadas por jornaleros "Arribeños" con sus mujeres y niños durmiendo y otros jugando a
los gritos por la sala.
La tehuana puso en el piso la canasta, ya sin los camarones que había tirado a su paso por los patios con gallinas. Se sentó en la banca a los pies del niño, se despojó de, su rebozo que traía a manera de carrillera sobre el pecho y la espalda, para envolverse
en él y protegerse del fresco comienzo de la noche. Pensó que Longina traía pegadas las paredes del estómago y le invitó un totopochte de los que le habían sobrado, preguntándole como seguía su hijo. "Lo veo mejor", le contestó Longina. "Ya no llora ni le apesta el ombligo, sólo grita cuando tiene hambre, que no se le quita porque encuentra mis pechos pellejudos y secos; pero mañana, cuando llegue al "Hato Claro", seguro que Claudio me tendrá un sabroso caldo de gallina para que, este hijo de mis
entrañas, si se salva, le ponga por nombre Salvador.

Longina, triturando el totopochte , como si estuviera masticando piedras, le mostró a su amiga los pies y tobillos hinchados de tanto andar parada, sin ingerir la proteína bendita de las tortillas y del atole de masa, alimento eterno de los pobres que extraen de la pródiga madre tierra.
A las nueve de la noche llegó el Velador del patio de la Estación con su lámpara en la mano, y les dijo a los huéspedes de la miseria. "A dormir o callar para que su sueño incómodo lo conforte el silencio". Y se alejó, dejando en el ambiente, el rico aroma del puro que fumaba.
Todos obedecieron, sólo "Los Arribeños" que habían ido a Catemaco a conocer a la Virgen del Carmen, antes de regresar a los cañaverales de San Juan Súgar o a la Hacienda de Nopalapan, en coloquio taciturno, recordaban la multitud de ofrendas en el
altar de la Virgen, como testimonio de los diversos milagros conferidos a sus fieles devotos. Ellos tenían fe de que les concediera lo que le habían pedido: "Salud y Trabajo".
Longina y su ístmica compañera cayeron en profundo sueño, que solo era interrumpido por el llanto de hambre del niño engañado con la teta seca de su madre. Volvieron a conciliar el sueño hasta que las despertó el canto de los gallos, momento en
que Longina se paró para hacer un té de hojas de naranja y dárselo a su hijo a cucharadas, pues entonces todavía no habían inventado el biberón; para lograr su objetivo, tuvo que pedirle un cerillo al velador para hacer una fogata con hojas secas como sus tetas.
Amaneció, y empezó el trajín de las mujeres de los sombrerudos "arribeños", haciendo también lumbre para calentar café y tortillas, menú tradicional de estos pobres que esperaban enriquecerlo si la Virgen les concedía el milagro que le habían solicitado. El llanto y grito de sus hijos hicieron coro con el llanto del niño, que tal vez si se salvaba, sería por el milagro que su madre pedía a todos los Santos del Cielo.
Longina, con los ojos llorosos, cuando su compañera le dijo que no podía prestarle dinero para su boleto de regreso, porque apenas le alcanzaba para llegar a su destino, fue un tormento para ella, escurriendo lágrimas por sus mejillas, que brillaban como perlas por los rayos del sol que se filtraban entre el follaje de los árboles contiguos, desesperada miraba por todos lados para ver si conocía a alguno de los que venían a abordar el tren y pedirle prestado para su pasaje. Ya cuando estaba formado el tren para salir a las ocho de la mañana, llegó Don Ceferino Baca, hombre maduro, blanco con barbas blancas, con su sombrero texano de fieltro y polainas, que se dedicaba a comprar ganado por los ranchos del rumbo de su amigo Claudio, el esposo de Longina. Esta inmediatamente lo reconoció, le platicó la situación, por la que atravesaba. Entonces Don Ceferino, sin contestarle, se dirigió a la taquilla y compró dos boletos, regresó y le dijo: "Aquí tienes tu boleto en calidad de regalo, pues en el hogar de ustedes, siempre como y nunca me cobran".
Silbatazos y campanadas anunciaban la salida del tren. El itinerario no falló, siempre llegó a tiempo en las Estaciones; y cuando silbó para llegar a La Cañada, Longina se despidió de su amiga que la acompañó en su viaje de lágrimas y hambre. Don Ceferino

también se bajó porque iba a Nopalapan, pero antes estrechó la mano de Claudio para saludarlo y despedirse.
En la misma forma en que Longina salió para San Andrés, regresó al "Hato Claro" montada en el caballo "gateado" con su hijo embolsado en su rebozo anudado en el pecho, y Claudio a pié, borrando con sus plantas el rastro de llanto y dolor, para volver más tarde a pagar la deuda de su hijo Salvador, olvidando el mal trato de aquel que lo había salvado –“de milagro”- , con la negación del aforismo: PRIMUN NON NOCERE (Primero no dañar).

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