miércoles, 3 de febrero de 2010


Este es uno mas de los escritos del Doctor
R A B I A V I E J A

Dr. Salvador Navarrete Gómez.

A trote tendido, y a veces corriendo, llegó Don Lencho Romero en su caballo colorado ante el consultorio del único Médico que había en San Marcos, pueblo que aún conserva el nombre de una fiera. Don Lencho había sofocado su caballo en el trayecto de dos leguas, que separaban su rancho de San Marcos. En la apuración del trote y el tropel, vió que sangraba la pata izquierda delantera de su caballo; sorprendido desmontó y rápidamente levanto la pata y vió que la sangre manaba de agujeros semejantes a colmillazos de perro. Cortó unas hojas de berenjena para taponar los orificios sangrantes, sacó su paliacate del bolsillo y lo anudó fuertemente sobre los taponamientos; al mismo tiempo pensaba Lencho para sus adentros: “¡cojones!, falta que también lo haya mordido un perro de los muchos rabiosos que hay en el rancho”. Por eso iba en busca del Médico que le quedaba más cerca.

Eran las doce de un día de mayo del lejano año de 1950 tan caluroso como aquel pueblo de Comala de Pedro Páramo, tanto que Lencho se secaba el sudor con las manos y con las mangas de su camisa pues su pañuelo ranchero hacía la función de torniquete en la pata del caballo que también sudaba a chorros, amarrado en el almendro que le daba sombra al consultorio del Dr. Ricaño.

Salía el último enfermo de consulta cuando Don Lencho vió que llegaba uno de sus perros echando espuma por la boca y meneando la cola cariñosamente pero, escamado que estaba, se metió al consultorio sin pedir permiso pensando que era el mismo que había mordido a uno de sus niños o el que había mordido a su caballo.

El Médico, sin inmutarse, sintió como olía el perro sus zapatos y sus pantalones, con una alegría y cariño simbólicos del mejor amigo del hombre, motivo por el cual, el Dr. Ricaño, correspondió con una caricia sobre la cabeza con la palma de la mano. Al ver esto Don Lencho le dijo:
“¡Coño!, creo que usted es brujo, porque ni los perros con rabia le hacen daño; y vine por usted para que vaya a mi rancho a atender todos los mordidos que hay”. El Médico con una sonrisa que revelaba la confianza de sus conocimientos adquiridos en la Universidad y del medio en que ejercía su profesión, le respondió a Don Lencho: “Vamos de una vez para confirmar lo que pienso, al contemplar a su perro jadeante, tranquilo y con la lengua de fuera echado a los pies de mi escritorio”.

El Médico preparó su maletín, y Don Lencho lo amarró en los bolines delanteros de la montura. Como buen jinete el Médico se subió al caballo, sintiendo enseguida que el viejo talludo se enancaba, por temor al perro que los iba a seguir de vuelta al rancho. Hubo veces, que cuando se le acercaba, echaba mano a la moruna que traía al cinto. Salieron bajo los rayos del sol de mayo, con destino a San Antonio, comunidad donde vivía Don Lencho, que según él, como iba comentando al Dr. Ricaño, había una “manada de perros rabiosos”. La reverberación del sol sobre los llanos, casi tostados, hizo que el Doctor se pusiera los lentes oscuros para evitar esa molestia tan desagradable. Ya para llegar, como a trescientos metros de distancia del rancho corría un arroyo cristalino, donde el caballo se detuvo para beber agua obedeciendo la acción del freno que le soltó el Doctor; al lado, el perro con ansias tomaba agua que golpeteaba con la lengua como si estuviera aplaudiendo. El Doctor volteó para verlo y le dijo a Don Lencho: “Que se te quite ese miedo, porque si tuviera rabia tu perro, anduviera por el monte huyéndole al agua.

Llegaron a la casa del susodicho Don Lencho, donde atendió a su niño y otros dos más de los vecinos con los tobillos mordidos, habiendo ya matado a los perros mordelones, supuestamente con rabia. A los gritos de ¡Pégale!, ¡Dale con el garrote!”, que se oían afuera, el Doctor salió y vió como hombres y mujeres perseguían un pobre perro que huía de ellos con espuma en la boca; esto era para los rancheros un síntoma propio de la Rabia.

El Doctor los llamó gritándoles que dejaran el perro. Obedecieron. Y estando ante él, les dijo que llamaran al Agente Municipal para que citara a una junta a todos los habitantes del lugar. Uno de los aporreadotes levantó el dedo y le dijo que él era la autoridad, y corrió a tocar el riel de la escuela que era la señal que convocaba junta.

Una vez reunidos, después de saludarlos el Doctor les dijo: “En todos los ranchos he visto que hacen lo mismo que ustedes, cuando a alguno se le ocurre divulgar que tal perro tiene rabia, lo persiguen injustificadamente, y acosado, despierta su instinto de conservación y ataca, como sucedió con Lencho y otros niños que vi en su casa.

Les voy a suplicar que le trocen la cabeza a todos los perros que han matado y las lleven a la Unidad Sanitaria de Paso del Cura, para que el Dr.
Dagoberto Becerra solicite el examen de los cerebros de ellos, pues solo de esa manera se puede comprobar si efectivamente tenían rabia, y no se gastarán vacunas sin necesidad.

Muy pocos Médicos –continuó el Dr. Ricaño-, tenemos la suerte de ver un perro o un cristiano con rabia; yo ya la tuve en un campesino del Ejido Independencia pero no lo mordió un perro, sino un murciélago que le quiso succionar sangre detrás de una de las orejas, cuando salió a buscar tierras a la Selva de Campeche. Lo canalicé al Hospital de Veracruz, y de éste al de Xalapa, donde murió. Causó gran alboroto, al grado que las enfermeras tenían miedo porque creían que los hombres con rabia también mordían.

¡No!, muerden peleando como los perros o por ingratitud.

Se despide el Doctor de todos aquellos que lo oían con la boca abierta (significado de atención). Montó el caballo que lo regresaría a San Marcos, cuando vió un perro que lanzaba tarascadas a los postes del corral y a las gallinas, le grita a Don Lencho: “¡Mátalo!, ése si debe tener rabia”, Lencho lo mató de un balazo con su escopeta herrumbrosa. Le cortaron una oreja para identificarlo, y fue al único que le encontraron los CORPÚSCULOS DE NEGRI en el cerebro; investigación vieja para la RABIA VIEJA.

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